martes, 17 de noviembre de 2020

Recuerdo aquel día de 1844 como si fuera ayer. Estaba pintando un cuadro sobre una situación que había visto ese mismo día, un hombre herido.

A mí desde pequeño me ha encantado todo lo que tenga que ver con el arte. Me apasiona tanto la música como las pinturas y sé que soy bueno en ello. A veces, es lo único que me salva de no volarme la cabeza (en cualquier sentido que se te ocurra). De hecho, alguna vez que otra se me ha pasado por la cabeza tirar la toalla. Vivíamos en unos tiempos difíciles, y eso todos lo sabíamos.


Yo pensaba continuamente en qué somos, en qué seremos, o cuál es el sentido de la vida.


Ese día, como ya he dicho, vi a un hombre herido recostado sobre un tronco con una herida en el pecho. Nos miramos y a pesar de que su mirada transmitía muchísimo dolor, no pedía ayuda. Quería acabar con sus dudas de una vez por todas y uno, que también se siente así, no sabe si salvarle la vida o si realmente le estás salvando la muerte. Quizás para él respirar es sentirse muerto. No intercambiamos ni una palabra, pero creo que supimos decírnoslo todo. Se podía escuchar el canto de las aves y la brisa, como si no fuera con nosotros, como si pertenecieran a mundos totalmente diferentes, ajenos a todo nuestro caos.


Volví a mi casa y me senté frente a un lienzo, quería pintar esa imagen, pero nada más empezarlo, me sobrevino otra idea a la cabeza así que, como de costumbre hago, lo dejo para cuando me sienta más inspirado.


Dejé mis pinturas sobre la mesa, me fui a la cama, me senté con los codos en las rodillas y las manos entrelazadas en mis mechones de pelo. Pensaba en qué pasaría si yo fuera aquel hombre que tenía un pie sobre el cielo (o el infierno). ¿Habría cumplido todos mis sueños? Después de unos minutos pensando en cómo responderme a mí mismo, me invadió un dolor inconmensurable desde el final del hígado y subía hasta la garganta. Como un dolor extraño. No sé qué me dolería más, si un disparo o el dolor de no saber encontrar la respuesta a ninguna de las preguntas que cruzaban mi mente. No sabía qué hacer, ni hacia dónde ir, ni siquiera sabía ya quién era. Nunca lo supe ni creo que nunca realmente lo sepa, pero me encontraba tan perdido y solo que me entró la desesperación, una impaciencia por sentir que algo me llene, por liberarme de todas las ataduras que ni siquiera sé cuáles son.


Así que me miré al espejo. Me vi con los ojos desorbitados y con mis manos a punto de arrancar mi cabello. Nunca me había visto tan destrozado. Y me abracé a mí mismo, intenté consolarme, darme cuenta de que yo sí estaba conmigo y soy algo que nunca voy a perder. Y en esa situación en la que no pensaba nada más a parte de la desesperación de no saber salir de mi locura, me vino a la cabeza el pensamiento de que efectivamente el arte era lo único que me salvaba (era como estar solo en un desierto y te abrazas a un cactus aunque te hiciera daño), pinté este autorretrato: El Desesperado.


(Gustave Courbet contando cómo pintó su cuadro.)


Texto realizado por Natalia H. de 4º B basado en el cuadro antes escrito.